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Editorial

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Me duele México

Fernando de Buen

Me duele profundamente México, especialmente después de la semana que acaba de concluir.

Nunca he ocultado mi oposición a la forma de actuar del gobierno Federal en estos primeros 11 meses de su ejercicio. Han sido un sinnúmero de decisiones cuestionables, empezando por el capricho de cancelar el NAIM, tras una encuesta patito, el de construir la refinería de Dos Bocas, cuando las recomendaciones del Instituto Mexicano del Petróleo eran contrarias a dicha idea —lo que le costó el puesto su director—, o montarse en su macho para construir el Tren Maya, sin importarle las consecuencias ecológicas por la destrucción de las reservas naturales, o el muy probable hecho de que dicho tren no tendrá repercusiones económicas favorables.

Pero también están las decenas de miles de despidos de empleados federales, la famosa Ley de Austeridad Republicana que impedirá a los asalariados del gobierno trabajar durante 10 años en empresas relacionadas con la labor que desempeñaron en la Federación, pasándose por el arco del triunfo al artículo 5º de la Constitución, que otorga plena libertad a quienes residimos en este país de contratarnos en la manera que mejor nos parezca. También está la forma en la que ha destrozado todos los contrapesos que le impiden gobernar sin cuestionamientos, utilizando al Congreso como un grupo de peleles que todo le aprueban y todo le aplauden.

Su último gran golpe, utilizar a la Unidad de Inteligencia Financiera, para presionar al ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Eduardo Medina Mora y forzarlo a renunciar, congelando sus cuentas bancarias y amenazándolo con llevarlo a la justicia. Por cierto, una vez presentada la dimisión, todas las cuentas le fueron liberadas (¿y no fue negociación?). Además, la renuncia en ciernes también quedó al margen de la ley, porque fue aceptada por el presidente y el Congreso, sin la justificación de «falta grave» que demanda la Carta Magna. Quiero aclarar aquí que no defiendo al citado juez y que debe ser investigado a fondo, para conocer de dónde surgieron los muchos dineros que están en su poder en diferentes partes del mundo, pero, de allí a negociar su impunidad a cambio de dejarle el puesto a un incondicional de López Obrador, hay un gran trecho.

La economía está en niveles deplorables, pero, peor aún, la confianza de los inversionistas, que por un lado le dicen al presidente que van a inyectarle dinero al país, pero, por el otro, no mueven un peso, excepto para sacarlo al extranjero. Y cómo habrían de invertir, si con el ejemplo del aeropuerto cancelado, ha quedado claro que no hay ningún respeto del gobierno por la iniciativa privada. El dinero no tiene lealtades o banderas, y siempre se desplazará hacia donde mejor se reproduzca. México no es hoy un país para invertir sin correr un riesgo considerable.

En términos de violencia, las cosas están aún peor, pues, el contraste entre el número de asesinatos en este 2019 y las acciones del gobierno para combatirlos es totalmente monocromático: mientras los primeros crecen exponencialmente, las segundas son prácticamente nulas, donde se pretende acabar con la criminalidad con los regaños de mamás y abuelitas.

Si contabilizáramos las veces que ha actuado la presidencia en contra de la ley en el citado periodo, requeriría dos o tres veces más espacio del que ocupa esta editorial para incluirlas, porque son muchísimas. No me explico cómo no ha surgido una acusación formal en tal sentido, aunque todos sepamos que no tendría ninguna consecuencia.

El presidente de la República es un genio del escapismo, pues las acciones que deberían acabar con el apoyo de su base difícilmente afectan su popularidad. La semana pasada, con los crímenes en Michoacán, Guerrero y la increíble historia que concluyó con la recuperación de la libertad de Ovidio, hijo del Chapo Guzmán —que a cualquier gobernante le habría costado la mitad de sus simpatías—, a nuestro jefe de Estado apenas le descontó una décima de punto porcentual, de acuerdo con Consulta Mitofsky y, a pesar de todo lo arriba mencionado —aclarando que faltan muchas decisiones cuestionables—, su nivel de aceptación supera todavía el 63%.

No me sorprende la actitud de un altísimo porcentaje de sus votantes, quienes se mantendrán como sus fieles seguidores, mientras de las arcas federales sigan fluyendo fondos gratuitos para sus bolsillos, a cambio de la compra de sus conciencias, sin que ellos lo sepan.

Lo que sí llama mi atención en forma superlativa, es ese porcentaje de votantes con una vasta cultura y título universitario, que siguen rindiéndole pleitesía al omnipotente político que consiguió que regresara a México la «dictadura perfecta», con la que Mario Vargas Llosa describió a los gobiernos del PRI.

La única explicación congruente que encuentro en tales casos es la metamorfosis entre el político y el líder espiritual, que logra convencer a las multitudes de que todas sus decisiones son en beneficio del «pueblo bueno» y, como en todas las religiones, se vale de la fe y no de la lógica para convencer a los suyos.

Y hablando de fe, nunca podré olvidar aquella frase de mi padre —ateo de nacimiento—, a quién le preguntaron su opinión acerca de la fe. Él simplemente contestó: «La fe es un invento del hombre para explicar lo inexplicable».

De esa fe se vale la Cuarta Transformación… ¡y vaya que le funciona!

fdebuen@par7.mx